REINALDO ARENAS
(Aguas Claras, Cuba, 1943 – New York, 1990)
Con los ojos cerrados
A usted sí se lo voy a decir, porque sé que si se lo cuento
austed no se me va a reír en la cara ni me va a regañar. Pero a mi madre no. A
mamá no le diré nada, porque de hacerlo no dejaría de pelearme y de regañarme. Y, aunque es casi seguro que ella tendría toda la razón, no quiero oír ningún consejo ni advertencia.
Por eso. Porque sé que usted no me va a decir
nada, se lo digo todo. Ya que solamente tengo ocho años, voy todos
los días a la escuela. Y aquí empieza la tragedia, pues debo levantarme bien temprano -cuando el reloj que me regaló la tía Ángela sólo ha dado dos
voces porque la escuela está bastante lejos. A eso de las seis de la mañana
empieza mamá a pelearme para que me levante, y ya a las siete estoy sentado en
la cama y estrujándome los ojos. Entonces
todo lo tengo que hacer corriendo : ponerme la ropa corriendo, llegar corriendo
hasta la escuela y entrar
corriendo en la fila, pues ya han tocado el timbre
y la maestra está parada en la puerta. Pero ayer fue diferente, ya que la tía
Grande Ángela debía irse para Oriente y tenía que coger el tren antes de las
siete. Y se formó un alboroto enorme en la casa. Todos los vecinos
vinieron a despedirla, y mamá se puso tan nerviosa que se le cayó la olla con
el agua hirviendo en el piso cuando iba a pasar el agua por el colador para
hacer el café, y se le quemó un pie .Con
aquel escándalo tan insoportable no me quedó más remedio que despertarme. Y ya que estaba despierto, pues me decidí
a levantarme .La tía Grande Ángela, después de muchos besos y abrazos, pudo marcharse. Y yo salí en seguida para la
escuela, aunque todavía era bastante temprano .Hoy no tengo que ir corriendo, me dije casi sonriente. Y eché a
andar, bastante despacio por cierto. Y cuando fui a cruzarla calle me tropecé con un gato que estaba
acostado en el contén (1) de la acera.
“Vaya lugar que escogiste para dormir”,le
dije, y lo toqué con la punta del pie. Pero no se movió. Entonces me agaché junto a él y pude comprobar que
estaba muerto. El pobre, pensé, seguramente lo arrolló alguna máquina(2) y alguien lo tiró en ese rincón para que no lo
siguieran aplastando. Qué lástima,
porque era un gato grande y de color amarillo
que seguramente no tenía ningún deseo de morirse .Pero bueno: ya no
tiene remedio. Y seguí andando. Como todavía
era temprano me llegué hasta la dulcería, porque aunque está un poco lejos de la escuela, hay siempre dulces
frescos y sabrosos. En esta dulcería hay también dos viejitas de pie en la entrada con una jaba (3)
cada una y las manos extendidas, pidiendo limosnas... Un día yo le di un
medio(4) a cada una y las dos me dijeron al
mismo tiempo: "Dios te haga un santo." Eso me dio mucha risa y cogí y
volví a poner otros dos medios entre aquellas manos tan arrugadas y
pecosas. Y ellas volvieron a repetir:
"Dios te haga un santo", pero ya no tenía tantas ganas de reírme. Y
desde entonces, cada vez que paso por allí, me miran con sus caras de pasas
pícaras y no me queda más remedio que darles un medio a cada un. Pero
ayer sí que no podía darles nada, ya que hasta la peseta de la merienda la gasté en tortas de chocolate. Y por eso salí por
la puerta de atrás, para que las viejitas no me vieran. Ya sólo me
faltaba cruzar el puente, caminar dos cuadras y llegar a la escuela. En ese puente me paré un momento porque sentí una algarabía
(5) enorme allá abajo, en la orilla del río. Me arreguindé a la baranda (6) y
miré: un coro de muchachos de todos tamaños tenían
acorralada una rata de agua en un rincón y la acosaban con gritos y pedradas. La rata corría de un
extremo a otro del rincón, pero no tenía escapatoria y
soltaba unos chillidos estrechos y
desesperados. Por fin, uno de los muchachos cogió una
vara de bambú y golpeó con fuerza sobre el lomo de la rata, reventándola. Entonces todos los demás corrieron
hasta donde estaba el animal y tomándolo, entre saltos de entusiasmo y gritos de
triunfo, la arrojaron hasta el centro del río. Pero la rata muerta no se
hundió. Siguió flotando boca arriba hasta perderse en la corriente. Los
muchachos se fueron con la algarabía hasta otro rincón del río. Y yo también
eché a andar."Caramba”, me dije, “qué fácil es caminar sobre el puente.” Se puede
hacer hasta con los ojos cerrados, pues a un lado tenemos las rejas que no lo dejan a uno caer
al agua, y del otro, el contén de la acera que nos avisa antes de que
pisemos lacalle." Y para comprobarlo
cerré los ojos y seguí caminando. Al principio me sujetaba con una mano de la
baranda del puente, pero luego ya no fue necesario. Y seguí caminando con los
ojos cerrados. Y no se lo
vaya usted a decir a mi madre, pero con los ojos cerrados uno ve muchas cosas, y hasta mejor
que si los lleváramos abiertos… Lo primero que vi fue
una gran nube amarillenta
que brillaba unas veces más fuerte que otras, igual que el sol cuando se va cayendo entre los árboles.
Entonces apreté los párpados bien duros y la nube rojiza se volvió de
colora zul. Pero no solamente azul, sino verde. Verde y morada. Morada brillante como si fuese un arco iris de esos que salen cuando ha
llovido mucho y la tierra está casi ahogada. Y con los ojos cerrados, me
puse a pensar en las calles y en las cosas;
sin dejar de andar. Y vi a mi tía Grande Ángela saliendo de la casa.
Pero no con el vestido de bolas rojas que es el
que siempre se pone cuando va para Oriente, sino con un vestido largo y blanco. Y de tan alta que es
parecía un palo de teléfono envuelto en una sábana. Pero se veía bien. Y seguí andando. Y me tropecé de nuevo con el gato
en el contén. Pero esta vez, cuando lo rocé con la punta del pie, dio un
salto y salió corriendo. Salió corriendo el
gato amarillo brillante porque estaba vivo y se asustó cuando lo desperté. Y yo
me reí muchísimo cuando lo vi desaparecer, desmandado y con el lomo
erizado que parecía soltar chispas. Seguí caminando, con los ojos desde luego
bien cerrados. Y así fue como llegué de nuevo
a la dulcería. Pero como no podía comprarme
ningún dulce pues ya me había gastado hasta la última peseta de la
merienda, me conformé con mirarlos a través de
la vidriera (7). Y estaba así, mirándolos, cuando oigo dos voces detrás
del mostrador que me dicen: "¿No quieres comerte algún dulce?". Y cuando alcé la cabeza vi que las dependientas eran
las dos viejitas que siempre estaban pidiendo limosnas a la entrada de la
dulcería. No supe qué decir. Pero ellas parece que
4adivinaron mis deseos y sacaron, sonrientes, una torta
grande y casi colorada hecha de chocolate y almendras. Y me la pusieron en las
manos. Y yo me volví loco de alegría con aquella torta tan grande ysalí a
la calle. Cuando iba por el puente con la
torta entre las manos, oí de nuevo el escándalo de los
muchachos. Y (con los ojos cerrados)
me asomé por la baranda del puente y los vi allá abajo, nadando apresurados
hasta el centro del río para salvar una rata de
agua, pues la pobre parece que estaba enferma y no podía nadar. Los muchachos sacaron la rata temblorosa del agua
y la depositaron sobre una piedra del
arenal para que se oreara con el sol. Entonces los fui a llamar para que
vinieran hasta donde yo estaba y comernos
todos juntos la torta de chocolate, pues yo solo no iba a poder comerme
aquella torta tan grande. Palabra que los iba a llamar. Y hasta levanté las
manos con la torta y todo encima para que la vieran y no fueran a creer que era mentira lo que les iba a decir, y vinieron
corriendo. Pero entonces, puch, me
pasó el camión casi por arriba en medio dela calle, que era donde, sin
darme cuenta, me había parado. Y aquí me ve usted: con las piernas blancas por elesparadrapo (8)
y el yeso. Tan blancas como las paredes de estecuarto, donde sólo entran mujeres vestidas de blanco paradarme un pinchazo o una pastilla también
blanca. Y no crea que lo que le he
contado es mentira. No vaya apensar
que porque tengo un poco de fiebre y a cada rato mequejo del dolor en las piernas, estoy diciendo
mentiras, porqueno es así. Y si usted
quiere comprobar si fue verdad, vaya alpuente, que seguramente debe estar todavía, tod adesparramada sobre el asfalto, la torta grande y casi
colorada,hecha de chocolate
y almendras, que me regalaron sonrientes las dos viejecitas de la
dulcería.
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